Ahora entiendo por qué las familias grandes son tan unidas. Se la pasan revoloteando cual chupamirtos los fines de semana por costumbre, por la carne asada, por ignominioso motivo y son felices. Felices mientras dura la música, las nuevas experiencias, los conflictos laborales y los hijos. Vagamente se puede asegurar que son siempre felices.
Los hijos amplían paulatinamente la familia hasta regiones inmaculadas, extienden su felicidad y dominio sobrevolando valles, cerros, extintas praderas y alguna que otra vez los puedes observar copulando en el cuarto de un hotel, intentando hacerlo en un cine o consumando la pasión en los bautizos. Es sumamente difícil para estos monstruos no encontrar ocasión para aglutinarse, tal vez por eso el Dios que idolatra Sabines creó los salones de fiestas o los jardines de las casas.
Y descartando los anuncios publicitarios, no es ni la comida de la abuela, ni los fines de año –y sus buenos propósitos– o las intempestivas borracheras las que los unen, es simplemente el sueño de perpetuarse entre ellos y sembrar semillas para posteriores ocasiones. Es aquella parte de su ego la que florece en cada encuentro casual, es el deseo de todos y cada uno de los integrantes, es tanto el deseo del recién nacido, del chiquillo festejado, del adolescente con hermosa pareja, de la abnegada madre como el de los testarudos abuelos que se niegan a morir; es deseo de todo el gigante que comparte el mismo apellido.
Ahora creo entender por qué se adhieren tan bien las familias extensas, es el deseo el que los acerca y los alienta a seguir adelante a pesar de las eternas peleas, de los miedosos celos y de la falta de aliento en los sepelios; no es nada más que el deseo de perdurar en el pensamiento de los demás, por eso su metamorfosis de enredadera, es sólo el hecho de que –para cierto número de personas, animales y demás entes– se puede ser inmortal y eterno.