Yo te veo y tu me miras. Revisas mi alma conteniendo los parpadeos involuntarios de tu ser, aprendes facciones y destruyes metódicamente los raros gestos de mi cara, detienes mi rostro con tu mirada. Con tu dulce mirada. Pero yo cierro los ojos, uso y abuso de ti, como no te has imaginado, como no tienes una idea, como, tal vez, tu también lo quisieras. Despierto despavorido y ruborizado también un poco. Sacudo mi cabeza anonadada y caen tres gotas delatoras, sin embargo, permanece en mí la imagen de la parte más baja de tu vientre y tus uñas despedazando mi espalda.
¿Y cómo no desconfiar, si perturbado me entremeto por las calles intentando perder en olvidados callejones a mi persecutora? Superlativa cuando pozo la luna en la esquina superior diestra de mi espíritu, minimalista tanto me resguardo neurótico de las torretas patrulleras propias de una muerte periódicamente ordinaria. Ergo el último rojiazul resplandor policiaco me ensordece y la nereida desafinada me ciega. Refrescante olor a fresas carcome mi memoria pero devuelve los sentidos, y mi ruta de camión llega de improviso. Abordo, o subo, tal vez ambas aunque en el piso sólo se coloree la mitad de mi pisada. Mi fantasma permanece en la esquina por temor a tantas cosas: a la oscuridad, a la música y al homicida del transporte. Me despido de mi espectro resbalando mis miradas hacia el piso y deslizándome a la parte trasera; de reojo, por la ventana, observo que corro tras el rastro purpúreo de tu ser. Se dibujan ondas. Curvaturas que explican humeantemente que me extrañas, pero que aún así puedes vivir.
¿Y que hago yo para no sospechar, si las manecillas siguen retumbando en mi hemisferio derecho? Después de bajar, o saltar, tal vez ambas, del camión, decido que en este preciso momento devoraría mi cabeza si estuviera cubierta de caramelo suave. Saltos ágiles para cruzar la avenida con el aire ligero y mi mente en el Kilimanjaro. Luego las llaves, la visión de tus labios, las dos vueltas a la cerradura y el recuerdo de tus ojos entreabriéndose para despedirte una vez más.
Te extraño.
La puerta abierta, chirrido, la puerta cerrada, pasos imperceptibles en la negrura, los 20 escalones, fuera zapatos, el pantalón resbala y mis piernas se hielan, la camisa deserta y tras de ella me escondo en el silencio, y yo me confundo entre las sombras, me clavo en una sucia y solitaria cobija. Apago las luces y desvanezco entre las paredes. Yo me esfumo. ¿Y como no asustarse?
¿Entonces, velado todo esto, que tan costoso sería pagar las secuelas del revoltijo de tu rareza con mi anormalidad? Algo así, algo tan repentino, algo que sucede, algo tan vacío que llena, algo que sucede en quince minutos y que es atacado por las prioridades, algo que está ahí y que disimulamos. Aparentar. Ser. Estar. Querer. Amar a tientas y con un hueco en las entrañas, pero amar. Tan sólo quiero saber que es lo que piensas, tan sólo besémonos una vez más con el alma, para volver a respirar.
¿Y cómo no desconfiar, si perturbado me entremeto por las calles intentando perder en olvidados callejones a mi persecutora? Superlativa cuando pozo la luna en la esquina superior diestra de mi espíritu, minimalista tanto me resguardo neurótico de las torretas patrulleras propias de una muerte periódicamente ordinaria. Ergo el último rojiazul resplandor policiaco me ensordece y la nereida desafinada me ciega. Refrescante olor a fresas carcome mi memoria pero devuelve los sentidos, y mi ruta de camión llega de improviso. Abordo, o subo, tal vez ambas aunque en el piso sólo se coloree la mitad de mi pisada. Mi fantasma permanece en la esquina por temor a tantas cosas: a la oscuridad, a la música y al homicida del transporte. Me despido de mi espectro resbalando mis miradas hacia el piso y deslizándome a la parte trasera; de reojo, por la ventana, observo que corro tras el rastro purpúreo de tu ser. Se dibujan ondas. Curvaturas que explican humeantemente que me extrañas, pero que aún así puedes vivir.
¿Y que hago yo para no sospechar, si las manecillas siguen retumbando en mi hemisferio derecho? Después de bajar, o saltar, tal vez ambas, del camión, decido que en este preciso momento devoraría mi cabeza si estuviera cubierta de caramelo suave. Saltos ágiles para cruzar la avenida con el aire ligero y mi mente en el Kilimanjaro. Luego las llaves, la visión de tus labios, las dos vueltas a la cerradura y el recuerdo de tus ojos entreabriéndose para despedirte una vez más.
Te extraño.
La puerta abierta, chirrido, la puerta cerrada, pasos imperceptibles en la negrura, los 20 escalones, fuera zapatos, el pantalón resbala y mis piernas se hielan, la camisa deserta y tras de ella me escondo en el silencio, y yo me confundo entre las sombras, me clavo en una sucia y solitaria cobija. Apago las luces y desvanezco entre las paredes. Yo me esfumo. ¿Y como no asustarse?
¿Entonces, velado todo esto, que tan costoso sería pagar las secuelas del revoltijo de tu rareza con mi anormalidad? Algo así, algo tan repentino, algo que sucede, algo tan vacío que llena, algo que sucede en quince minutos y que es atacado por las prioridades, algo que está ahí y que disimulamos. Aparentar. Ser. Estar. Querer. Amar a tientas y con un hueco en las entrañas, pero amar. Tan sólo quiero saber que es lo que piensas, tan sólo besémonos una vez más con el alma, para volver a respirar.